martes, 14 de julio de 2009

DALILAH Y MOHAMED QUISIERON VIVIR UN CUENTO DE HADAS




Hoy voy a contar un cuento de principes y princesas. De esos que nos solían narrar nuestros abuelos mientras sostenían un viejo ejemplar de "Las mil y una noches". De esos que, entre sonrisas, hacían volar nuestra imaginación poco antes de caer inevitablemente rendidos en los brazos de Morfeo.



De una tierra no muy lejana, sólo separada por un estrecho mar, procedían Mohamed y Dalilah. Él no era principe ni ella princesa, pero ambos, jóvenes y con toda la vida por delante, decidieron tratarse y amarse como tal. Vivían en una tierra que les prometía el paraíso, al menos eso pensaban sus paisanos que, desde la otra orilla, añoraban arribar a ese mismo lugar con la esperanza de encontrar una vida mejor.

Mohamed y Dalilah se amaban y eran tan felices que incluso un día Dalilah llegó a casa de su amado con la cara repleta de felicidad para informarle de que Alá les había bendecido con la buena nueva de un futuro hijo. Mohamed, ilusionado, abrazó a su amada princesa y le comentó que quería ponerle el nombre de Rayan.

Pero como en todo cuento que se precie, entre la maleza siempre se esconde algo malo. Algo horrible. Una especie de lobo oculto que se moría de ganas por enseñar las fauces y las garras debido a la envidía que tenía al contemplar la enorme felicidad de aquella pareja.

Así fue como un día Dalilah enfermó. Mohamed, asustado, la llevó al hospital del paraiso. Aquel que sabía que no existía en su país, al menos no con los mismos medios para sanarla. Dalilah llevaba en su vientre a un crecido Rayan al que aún faltaban dos meses para ver el mundo. Lamentablemente, Dalilah no soportó aquel terrible mal y pensando en Mohamed y en su futuro hijo, se dejó embargar por la belleza de su Dios, "Alá", al que prometió acompañar por la eternidad.

Mohamed, desolado, no encontró consuelo, sólo el pánico y el agrio sabor de saber que los que atendieron a su mujer de apenas 20 primaveras, pudieron haber hecho más. Rayan era entonces todo lo que le quedaba de su bella esposa. Un legado pequeño de tamaño pero grande de espiritu y con unas ganas inmensas de vivir en el paraiso que su madre no pudo disfrutar.

Rayan, muy fuerte, pasaba los días y todo evolucionaba de forma adecuada. Al menos hasta que el lobo, que no tenía suficiente con el mal que había sembrado entre aquellos príncipes, decidió introducirse bajo la piel de una enfermera para, igual que la bruja de Blancanieves con la manzana, suministrar a Rayan de forma equivocada un alimento que le haría dormir para toda la eternidad. Al pasar el hechizo y contemplar su obra, la enfermera vivió un infierno, el mismo infierno que debió sentir Mohamed cuando le comunicaron que el pequeño corazón de Rayan había dejado de latir para conducirle al regazo de su madre.

Y así fue como aquel paraiso se convirtió en infierno. Como el príncipe quedó solo, triste y desolado ante los miembros de una tierra que, a pesar de que mostraron su cariño por él y le apoyaron por lo que el destino le había deparado, no podían consolar la terrible pena de perder, en menos de dos semanas, todo lo que más quería y amaba en este mundo.

En su casa Mohamed lloró. En su casa la enfermera lloró. En el hospital muchos lloraron señalandose unos a otros por un error que nunca debió ocurrir. En su guarida sólo el lobo pareció relamerse de gusto por todo el daño que había causado. Lo que no sabía ni nunca supo, es que desde aquel día, decidiera volver a su tierra o no, vivir o no en el paraiso o en el infierno, dos estrellas siempre acompañarían a Mohamed allá donde guiara sus pasos porque desde el cielo, sentados junto a Alá, la preciosa Dalilah y el pequeño Rayan le sonreirían para toda la eternidad.

Y reza la leyenda que aquel día, y sin explicación alguna, un viejo astrónomo del paraiso descubrió de pronto en lo más lejano del firmamento dos nuevas estrellas muy juntas a las que bautizó como Dalilah y Rayan.

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Vaya con esto mi homenaje a Mohamed, al que le envío desde aquí un fuerte abrazo, así como a toda su familia.


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